El mito de Sísifo, librito que Camus publicó en 1942, se abre con una premisa brillante: la necesidad de plantear el discurso sobre el suicidio como tema central de la Filosofía.
Por desgracia, pronto, en muy pocas líneas, se tuerce este propósito del que tanto fruto podría haberse obtenido, y así, si bien es estrictamente exacto y lúcido plantear que el suicidio debe entenderse como punto de partida de toda filosofía, atribuir (como Camus hace acto seguido) al espíritu la decisión definitiva resulta, cuando menos, apresurado e irreflexivo. La pregunta, creo, no debería ser tanto la que discrimina entre ser y dejar voluntariamente de existir, sino, más bien, una del tipo ¿por qué la sociedad emplea tanto afán en disuadirnos del suicidio?
Camus, errando por ese camino (al que desemboca, mucho me temo, por el mero afán de epatar al lector medio), llega a la conclusión de que Kafka (sobre todo en El Castillo, y tras la experiencia de El Proceso) plantea en sus textos una humildad individual y terrena, necesariamente esperanzadora, de la existencia. Sin embargo, ni lejanamente es así: parafraseando a Cioran, los personajes de Kafka han tenido el inconveniente de nacer en relatos basados en las reglas sociales más profundas de nuestra cotidianeidad, con lo que el suicidio está prohibido de antemano, ni siquiera se insinúa. De todo el catálogo de opciones, la decisión absoluta sobre la propia vida se descarta.
Para un optimista que confíe a pies juntillas en la libertad esto supone mucho más que un mero atisbo de esperanza, pero la obra de Kafka no puede interpretarse de tal manera. Nadie tiene por qué proyectar su alegría de vivir en los demás, del mismo modo que se extralimita quien interpreta de forma tan interesada los relatos que le desasosiegan.
Si leemos lúcidamente El Castillo, sin reparos ni melindres, llegaremos a la certidumbre de que el mundo es un territorio aplastado por la desesperanza. Un lugar opaco en el que incluso el remedio del suicidio se valora en términos de rendición o vergüenza.